EL CHAMPAN, EL VINO DE DOM PERIGNON.

"Algunos toman por sed
Otros por olvidar deudas
Y yo por ver lagartijas
Y sapos en las estrellas".
(Nicanor Parra).

En la historia de la gastronomía y por extensión de la enología, pocas veces el descubrimiento de un producto está tan estrechamente ligado a una persona pero el que hoy nos ocupa, el champán, indiscutible protagonista de estas fechas, no habría llegado hasta nosotros sin la participación de una persona, el monje benedictino Dom Pierre Pérignon. Hasta entonces, los vinos de la región francesa de donde toma su nombre no tenían burbujas, pero no por ello dejaron de ser valorados por los romanos que plantaron las cepas años antes de nuestra era, o por Atila, caudillo de los hunos, que saqueó aldeas a su paso pero no los viñedos, y por todo el linaje de los Capetos, que reinaron durante siglos en el país y tenían la tradición de celebrar su coronación en la catedral de Reims, regando la fiesta posterior con los caldos de la tierra.


Este monje de la abadía benedictina de Hautvillers, lanzó a la gloria el vino de la región francesa de Champagne. Nació y murió el mismo año que Luis XIV, el Rey Sol. Desde joven sintió curiosidad por el estudio de los vinos. El abad de dicha orden escogió a Dom Pérignon como bodeguero y administrador de los viñedos que por entonces existían en el valle donde se ubicaba la abadía. Fue tal el afán que puso en el ejercicio de su función, que nunca hombre alguno pudo igualarle en pericia y voluntad para elaborar vinos, pues su espíritu perseverante le llevó hasta descubrir los más pequeños detalles que encerraban los secretos de este noble arte. Como buen religioso, Dom Pierre Pérignon supo transmitir las virtudes cristianas a su trabajo. Entre éstas, sobresale el primer precepto de la orden de San Benito,” escuchar”. Escuchar a las personas y, sobre todo, escuchar a la naturaleza. El abad francés tenía como norma en sus cultivos no utilizar técnicas que modificasen el transcurso normal de los procesos naturales, sino que eran los hombres los que debían aprender, interpretar y descifrar los procesos de la naturaleza, tratando de mantener y orientar sus dictados sin forzarla. Después, llegaría el momento de la innovación y, en definitiva, de la composición de un estilo único y un procedimiento que se convertiría en una sólida referencia.


El hallazgo más importante que realizó Dom Pérignon fue el ensamblaje que se basaba en la mezcla de distintas uvas, y no de diferentes vinos como se venía practicando hasta ese momento. Este sistema queda descrito en las palabras que su sucesor, el hermano Pierre, cuando revelaba que el Padre Pérignon "se hacía llevar los racimos de las viñas que escogía para componer la primera cuvée y efectuaba la degustación al día siguiente, en ayunas, después de haberlas dejado en su ventana, durante la noche, juzgando su sabor según las añadas", además de tener en cuenta otras circunstancias como las características meteorológicas que se habían dado durante aquel año. Este proceso constituía un fiel compromiso con la calidad desde el mismo momento en que se comenzaba la recolección de las uvas, al mismo tiempo que se prevenían correcciones futuras ya sobre los vinos. En definitiva, Dom Pierre Pérignon otorgaba una importancia primordial a la materia prima.


Posteriormente, el abad fijó su atención en asimilar la transformación que se daba en alguno de sus vinos como consecuencia de una segunda fermentación, que los hacía cambiar de forma drástica. Y así, Dom Pérignon llegó a dominar con maestría la magia de las burbujas. La producción del champán efervescente terminó convirtiéndose en una realidad innovadora gracias al dominio adquirido por Dom Pérignon en la elaboración de vinos blancos con uvas tintas, una delicada práctica basada en la presión suave y separación de los mostos, que además exigía vendimiar con mucha mesura para evitar que la hollejo de la uva manchase el zumo.


Dom Pierre Pérignon

El hallazgo del champán fue lento y trabajoso. En una carta escrita por Dom Pérignon se dirige a uno de sus clientes haciéndole saber que le mandaba "seis botellas del mejor vino del mundo". Esta comunicación evidencia que ya en aquellos tiempos el champán se tomaba como un producto inusual del cual sólo podían beneficiarse unos pocos, debido también a su elevado precio, símbolo de una calidad que encumbra el placer a la categoría de privilegio. La filosofía de comercio era vender a los mejores clientes y al mejor precio, teniendo en cuanta la calidad extraordinaria del producto ofrecido.

Durante más de doscientos cincuenta años, la sabiduría del abad Dom Pierre Pérignon se ha ido transmitiendo de generación en generación, facilitando que hoy en día los mejores champanes se sigan elaborando siguiendo el método tradicional. Ello significa que en cualquier lugar del mundo en el que se descorche una botella de champan se respire un momento histórico y una tradición con tres siglos de existencia. Su excelencia ha contribuido a que lo tomemos en acontecimientos importantes tanto personales como sociales y que sus burbujas acompañen los momentos más felices de nuestras vidas. Que así siga siendo.

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