LA MELANCOLICA MUERTE DE CHICO OSTRA.

"El mundo era mi ostra, pero usé el tenedor equivocado." ( Oscar Wilde ).

Tim Burton rodeado de alguno de sus personajes.

Que Tim Burton es un director con una imaginación prodigiosa y creador de un sinfín de películas mágicas y atmósferas oníricas no es ningún novedad. Pero quizá es menos popular su faceta de escritor y dibujante. "La melancólica muerte del chico ostra" es un libro de poemas e ilustraciones llevado a cabo por el propio Burton. En él se puede apreciar su inconfundible estilo oscuro y macabro a la vez que infantil, en unos poemas con un tono marcadamente surrealista. Es en este libro aparecen toda una serie de personajes frágiles y extrañamente atrayentes que tienen bastante del propio Burton: son seres solitarios e inadaptados en su mayoría. Entre ellos podemos encontrar al Chico Ostra. En cada poema se muestra todo el mundo de Burton a flor de piel. Se presenta un conjunto de personajes curiosísimos, generalmente niños a los que les ocurren cosas de lo más tristes y crueles. Pero también hay tiempo para la afectividad, el cariño y el sentido del humor. Así, nos encontramos amores imposibles, niños no queridos, otros que reniegan de sí mismos, niños sin amigos, melancólicos, desesperados, extraños, diferentes… marginados en definitiva, y que para colmo siempre van a encontrar un final bastante cruel, aunque como ya digo, el humor negro está bastante presente. Las ilustraciones creadas por el propio Burton junto a los poemas forman un conjunto perfecto.Todos los personajes son de lo más original, empezando por su estética, su apariencia, sus extrañas habilidades o forma de vida. Chico Ostra, Ojos de clavo, Chico Tóxico, Lady Alfiletero, Cabeza de melón, Carboncillo, son sólo unos pocos de los que nos encontraremos entre las páginas.


Se le declaró en la costa,
y en la playa fue la boda.

Su larga luna de miel
en la isla de Capri fue.

Para la cena el mesero
les puso un solo platillo:
un gran caldo de mariscos.
La novia pidió un deseo.

Y el deseo se realizó.
Dio al fin a luz un bebé.
Pero éste ¿era humano o no?
Bueno, quizá. Tal vez.

Diez dedos en pies y manos,
y demás órganos sanos.
Podía sentir y escuchar.
Pero ¿normal? No, ni hablar.

Este engendro antinatura,
este cáncer indecente,
era la imagen viviente
de toda su desventura.

Ella se quejó al doctor:
“No es hilo de mi madeja.
¿De donde sacó ese hedor
a salmuera, pez y almeja?”

“Y ha sido usted afortunada.
Yo la semana pasada,
trate a una niña con pico
y tres orejas. ¿Me explico?
Si es mitad ostra su niño,
búsquese a otro a quien culpar.
-Y añadió con cierto guiño -
¿Se ha puesto a considerar

una casita en el mar?”

No sabían como llamarlo.
A veces le decían Carlo
y a veces -con voz perpleja-
“eso que parece almeja”.

Encogido el corazón,
ninguno en verdad sabía
si el chico ostra algún día
rompería el caparazón.

Los cuatrillizos Montalvo
cierta vez se lo toparon.
Le espetaron un “¡Bivalvo!”
y enseguida se escaparon.

Una tarde en que llovía,
Carlo se sentó en la calle.
Y miró arremolinarse
el agua en la alcantarilla.

Aparcada en la cuneta,
conmovida y afligida,
su madre daba salida
a su congoja secreta.

Ya se habían acostado
una noche, y ella dijo:
“Cariño, huele a pescado
y yo creo que es nuestro hijo.
Y aunque dicen que una dama
debe callarse esas cosas,
me parece que le endosas
tus problemas en la cama.”

El probó cuanta loción
pudo hallar en el mercado.
Tenía el cuerpo colorado
y comezón, comezón.
Y de rascar y rascar
la piel le empezó a sangrar.

El doctor, tras una pausa,dijo:
“El remedio a su mal
podría ser su misma causa.
Las ostras, como sabéis,
dan gran potencia sexual.
Supongo que si os coméis
a vuestro niño podréis
saciar el ansia carnal.

Se acerco muy de puntitas,
muy a oscuras y en celada,
porque no notara nada
quien le daba tantas cuitas.
Y en voz muy baja le dijo:
“Carlo queridísimo, hijo:
no quisiera interferir
ni causarte desconsuelo.
Pero ¿has pensado en el cielo,
o te has querido morir?”

Carlo parpadeo al oírlo
pero no le dijo nada.
Su papi apretó el cuchillo
y se aflojó la corbata.
Cuando lo levantó en vilo,
Carlo le mojó el abrigo.
Y en su boca ya la valva,
se escurrió por su garganta.

En la costa lo enterraron,
en la arena, junto al mar.
Una oración murmuraron
y se fueron a cenar.

Una cruz que daba pena
marcaba su sepultura
y unas letras en la arena
prometían vida futura.

Pero al subir la marea
una ola grande y fea
borró sin pena ni gloria
para siempre su memoria.

De regreso en el hogar,
él se le empezó a acercar.
Le besó y le dijo: “Bella,
hagamos otra faena.”
“Pero esta vez –susurró ella-
pidamos que sea una nena.”



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